La belleza no era la perfidia que él imaginaba, sino más bien una tierra inexplorada donde uno podía cometer mil errores fatales, un paraíso salvaje e indiferente sin postes indicadores que señalaran lo bueno y lo malo.
Pese a todos los refinamientos de la civilización que conspiraban para producir arte -mareante perfección de un cuarteto de cuerda o la irregular grandeza de los lienzos Fragonard- , la belleza era algo salvaje. Era tan peligrosa y anárquica como había sido la tierra eones antes de que el hombre tuviera el primer pensamiento coherente en la cabeza y escribiera el primer código de comportamiento en tablillas de arcilla. La belleza era un jardín salvaje.